Cruzó el Atlántico a puro remo


Siempre me han llenado de fascinación y aún más de admiración las historias de personas que logran hazañas más allá de lo que la mente pueda imaginar, se vuelven fuertes debido al nivel de necesidad. La siguiente narración es de un Colombiano llamado Nicolás Carvajal Uribe que atravesó el océano Atlántico (el segundo más grande) remando en una pequeña embarcación  y cuya entrevista transcribo del diario el Espectador.com.

He aquí la narración de su odisea:
Mis mejores recuerdos tienen que ver con el mar. Todo parte de esa fascinación. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que careteé. Muy pequeño, fui con mi familia a Coveñas. Cuando me sumergí, vi pescados, pulpos, erizos. Quedé absolutamente fascinado. No era algo que viniera de mi familia, no. Todos nos metimos aquella vez al mar y solamente yo quedé apasionado. Después, claro, las películas de Jacques Cousteau, que sellaron el encanto. Terminé convertido en buzo comercial, aunque antes debí dejar mi carrera de abogado. Eso me tomó cinco años.
Siempre he sido medio pez, porque me gusta aventurarme. También leía muchos libros de exploradores, los relatos de Henry Shackleton o Falcon Scott. Con el tiempo comencé a interesarme por los cruces en embarcaciones pequeñas. La inspiración fue Shackleton, que intentó llegar sin éxito al Polo Sur, a principios del siglo XX. Cada vez que lo leo, termino igual de aterrado. La historia me impresiona por lo que lograron hacer, el alcance del espíritu humano (ellos debieron jalar las pequeñas embarcaciones con las manos, como si fueran trineos, en medio del hielo). Luego leí a John Fairfax, que fue el primero en cruzar el Atlántico. También me hice amigo de Geoff Allum, que logró lo mismo, pero acompañado de alguien más.
Tomé la decisión de cruzar ese océano hace 15 años, pero la determinación concreta vino un par de años atrás. Tenía otra motivación: recaudar fondos para el Instituto de Investigación del Cáncer, en el Reino Unido, que ayudó a mi hermano (que luchó y venció un linfoma de Hodgkin) y a mi abuelo, que murió. La preparación fue, sobre todo, más allá de los detalles de la embarcación, física y psicológica. Entrené todos los días durante un año, tratando de aumentar de peso. Mentalmente, con la ayuda de una psicóloga, escribí páginas y páginas con todos los problemas posibles (¿qué pasa si un rayo le cae al bote?, ¿qué pasa si le pego a un contenedor flotante?, ¿qué pasa si se me daña el desalinizador?) para liberarme de la ansiedad. Por lo demás, nunca antes había remado.
Partí desde las Islas Canarias. Mi idea inicial era bajar hacia Cabo Verde, en el sur, tomando la corriente canaria, luego entrar a la norteecuatoriana, ir en dirección al Caribe y llegar hasta Antigua y Barbuda.
Remé entonces al sur, lo más rápido posible, aproximadamente 300 millas encima de Cabo Verde, y ahí doblé al occidente. Sin embargo, el clima fue inesperado. El mar me atacó. Usualmente, en esta temporada, los vientos van de este a oeste. A mí me tocaron del noroeste al suroeste. De modo que debí remar, desde esos primeros días, hacia el norte. Pero el desvío era irremediable: tendría que cambiar mi punto de llegada a la Guyana.
Todo era nuevo. Uno puede prepararlo en el papel, pero ya dentro del agua la historia es bien distinta. Me mareaba y no podía leer, ni tomar notas. De dormir ocho horas, pasé a dormir dos intercaladas, pues las otras dos remaba. Comía las naranjas del costal que me dieron en Islas Canarias. Perdí el ipod. Fueron momentos difíciles, pero todo es costumbre. Con los días, la ola de 2 metros ya no me asustaba: había sobrevivido a una de 7.
Había tenido que afrontar una tormenta, con olas de ese tamaño y vientos de 60 ó 70 kilómetros por hora. Tuve que poner el paranclas para mantener el bote estable, y al ponerlo quedaba perpendicular a cada ola. Las olas duraron cinco días quebrándose contra la proa. No podía dormir. Hubo un momento en que una ola muy grande agrietó el sello hermético de la puerta de la cabina, donde estaban la brújula y el GPS. A cada ola, un chorro de agua y espuma me entraba. No podía dormir, pues el agua me pegaba en la cara y mojaba el colchón, la ropa. Creía que yo estaba al control, y no el mar, y entender lo que era contrario fue durísimo. Casi vomito de rabia. Pero fue la enseñanza más valiosa. El mar me dijo: no importa la fuerza de la puerta, si quiero entro. Entonces debí tragarme el orgullo y resolver la situación. Después entendí que dormir con el colchón mojado no era el fin del mundo.
El bote nunca quedó tan a la deriva como para perder el rumbo. Tampoco yo. Me acostumbré a la soledad. La gente me decía que cantara o hablara conmigo, pero siempre me sentí muy tonto haciéndolo. Trataba de pensar, pero el dolor era tan fuerte que pensaba en mis manos, en los pies, en las axilas abiertas por el roce. Al final, decidí no pensar en absolutamente nada. Escuchar el sonido del mar, acostumbrarme a él. Hoy me hace falta. Como me hace falta que la cama se mueva de un lado a otro para sentirme un poco en casa.
Luego de que pasé la mitad del recorrido, superé una barrera psicológica. No tenía el Tiempo, con mayúsculas, sino mi tiempo: el sol sale, me levantaba; el sol cae, dormía. Sentí alivio al sentirme más cerca. Visualizaba mucho la llegada: entre más dolor y más tiempo, me veía con mi mamá, mi papá y mi novia, ya en tierra firme.
Debí afrontar una segunda tormenta, relativamente fácil, que me retrocedió mucho y no me dejó cocinar, porque si ponía la hornilla en la proa, el agua de las olas la apagaba, y si estaba adentro, se me podía caer, y como estaba hecha de vidrio y madera, provocar un incendio. Pero eso no me dolía tanto como las millas que perdía: cinco días, otras tantas hacia atrás.
Enfrenté una tercera tormenta ya cerca del final, llegando a Guyana. Estaba remando 70 millas diarias. Mi mamá me llamó y me dijo que me faltaban 100 y que llegaba junto a mi padre en dos días a Georgetown. Yo le respondí que se dieran prisa, que tal vez llegaba antes. Pero a las seis horas cayó una tormenta, y pasé a hacer 12 millas al día. Comprendí que, cuando le hablé a mi mamá, ya asumía que había llegado. Mi manera de superarlo: entender que se arriba cuando se toca tierra. De ninguna otra forma.
Superé la tormenta, las lluvias molestas (ya no eran sólo olas que caían, también agua del cielo) y un guardacosta de Guyana me llamó y me dijo que tendrían que hacer un pilotaje práctico, pues el puerto de Georgetown era muy comercial y podía tener problemas con embarcaciones. Me remolcaron, y a media milla del puerto remé, toqué tierra firme, vi a mi mamá, a mi papá y a mi novia, los abracé, me dieron una bandera, comí frutas e inmediatamente pasé a la aduana, con 23 kilos menos en mi cuerpo. Pesaba 97 al inicio.
Ahora que lo pienso, lo volvería a hacer.
Aunque tengo en mente volver sobre los pasos del gran Falcon Scott y adentrarme en el Polo Sur por el Glaciar de Beardmore, caminar casi 3.701 kilómetros. Ya alguien ha ido, pero nadie ha vuelto. Yo quisiera hacerlo. Aunque necesito un patrocinio.
Y mi familia merece descanso.

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